Caranchos de hierro
Ya conocía el proyecto de Ramiro Lezcano, quien compone con sus alumnos de escuelas rurales canciones sobre el daño a la naturaleza y a quienes pagan con su cuerpo la renta de un país. No es nuevo en la historia de la humanidad que los despojados sean quienes producen la riqueza que otros gozan. Pero este caso tiene características propias: fumigaciones, desmontes y los efectos en los cuerpos de quienes habitan esas zonas rurales, empezando por los más pequeños. Sabía también que organizaron un “Woodstock ambiental”, apoyado por artistas notables.
Lo que no sabía es que les hicieron la vida imposible para conseguir los permisos necesarios. Menos todavía que, cuando finalmente los obtuvieron, trataron de imponer una condición final: “bueno, pero no canten Carancho de metal”.
Caranchos de metal sobre escuelas de Córdoba
Es que “Carancho de metal” no es solo un gran rocanrol. Es una exposición de todo lo que está mal: regulaciones escasas y de poco cumplimiento, desaprensión de quienes fumigan, exposición de niños, docentes y familias enteras a esos agroquímicos, sin una adecuada protección.
Hegel decía que la tarea de la filosofía es captar su época con el pensamiento. Pero son las prácticas y sus consecuencias las que dan lugar a ideas, sensibilidades y criterios para juzgar sus resultados. Botón de muestra de esas prácticas fue la fumigación del 30/8/2019 en el lote adyacente a la escuela “Julián Aguirre” de Ballesteros Sud, con todos los niños adentro y preparándose en ese momento para cosechar la huerta agroecológica de la escuela. El malestar de las personas fue tan brutal como la falta de respuestas de los oficiales encargados del caso (que gentilmente recomendaron a las maestras “llevarse bien” con sus vecinos fumigadores).
Parece que no hemos aprendido lo que decía Yupanqui, eso de que más importante que Dios es que un hombre no escupa sangre pa’que otro viva mejor. Pero el carancho se encarga de que siga sucediendo.
Naturalmente aparecerán mil justificaciones económicas y epistemológicas (¡el país necesita recursos! ¡la causalidad directa no está totalmente probada!). Incluso se declararán intenciones con pátina filantrópica (¡alimentos para la humanidad hambrienta! ¡desarrollo y producción!). Lo cierto es que la acumulación en pocas manos y el daño generalizado desmienten las buenas intenciones predicadas.
Hombres de hierro
En filosofía siempre debatimos acerca del rol de los razonamientos y las emociones en el trabajo ético. Pero nada reemplaza la experiencia personal sobre el asunto en cuestión. Por ejemplo, desde los daños y las víctimas surgieron progresivamente criterios ambientales básicos. De hecho, muchos de ellos fueron puestos en riesgo con el proyecto de ley que acaba de dar de baja el Congreso. Son principios como el de no regresividad en materia ambiental, el principio precautorio que invierte la carga de la prueba, los principios de cuidado y protección progresiva. Son herramientas imprescindibles, nacidas del sufrimiento.
Pero, como sucede con los “orcos” de Tolkien, parece que hubiera seres sub-humanos creados por quienes manejan la tecnología del hierro para vaciar la naturaleza y concentrar su poder. “Orco” se usa por estos días de modo peyorativo y racista, pero refleja una creencia profunda de muchos: hay vidas sacrificables en función de los fines de los seres superiores.
¿Qué hacemos con todo esto? Además de recordar esos criterios básicos mencionados para orientar nuestras discusiones, y ya que estamos en una época liberal, conviene revisar una idea que el constitucionalista Cass Sunstein toma de Roosevelt: una sociedad moderna logra estar libre de temores cuando está libre de necesidades. Esa libertad incluye la seguridad económica, social y moral. Agreguemos la ambiental, para no temer que tantas vidas, humanas o no, se trunquen a destiempo.
La vida es la responsabilidad básica de quien tiene la legitimidad pública del gobierno democrático, cuya tarea primera no es facilitar negocios sino cuidar personas (y sus condiciones ecosistémicas).
Por eso, se podría empezar por pedir al Estado una investigación epidemiológica controlada por universidades y organismos de la sociedad civil. El último registro de tumores de la provincia de Córdoba disponible es de 2013, y ya mostraba índices alarmantes. Nada permite suponer que la situación sea mejor ahora. Es imprescindible conocer públicamente esos índices, pero también es necesario un estudio epidemiológico actual y un seguimiento posterior del efecto de los agroquímicos en los cuerpos de los niños de esos territorios fumigados con pesticidas.
En paralelo, es necesario exigir un trabajo educativo sistémico, donde todos sepamos cuánto dolor (local o internacional) cuesta el modo de vida que llevamos. Trabajo educativo que incluye la protección activa del Estado, no sólo de alumnos y alumnas sino de los y las docentes.
Esa sería la primera ética gubernamental. A menos que se trate de esos hombres de hierro, de los que no escuchan el grito.
Por Diego Fonti (Miembro del Foro Ambiental Córdoba)
Fuente: Hoy Día